jueves, 13 de septiembre de 2007

Ermita Santo Alto Rey


'¿Dónde estarán?, pregunta la elegía
de quienes ya no son, como si hubiera
una región en que el Ayer pudiera
ser el Hoy, el Aún y el Todavía'.
[Jorge Luis Borges]
Enclavada no demasiado lejos de Albendiego, en uno de los puntos más altos de la Sierra de Pela -a 1.862 metros de altitud, aproximadamente- la subida a la peculiar ermita del Alto Rey (en época de Felipe II, se la conocía como Santo Alto Rey) resulta toda una aventura digna de tener en cuenta. Sorteando los obstáculos de una carretera plagada de curvas -en muchas de ellas, uno no puede ver lo que le viene de frente hasta no tenerlo encima, por lo que se recomienda prudencia al volante- la ascensión discurre por un paisaje espectacular, donde cabe la posibilidad de que algún ciervo atraviese la carretera como alma que lleva el mismisimo diablo, dando un susto de muerte al sorprendido conductor.
Zona agreste y hermosa como pocas, a pesar de contar con tupidos bosques -raro es no encontrarse carteles a todo lo largo y ancho del recorrido que advierten 'Coto privado de caza'- no hace falta disponer de una brújula a la que consultar, por temor de perder el norte de nuestro destino. Basta con seguir las figuras de las torres de repetición que la compañía Amena ha instalado -imagino que sobrevalorando el interés pecuniario frente al carácter sacro y centro romero del lugar- junto a la ermita, para tener siempre claro dónde se encuentra nuestro objetivo.
Tampoco resulta extraño, que el visitante primerizo se lleve alguna que otra desagradable sorpresa cuando, preparándose para adentrarse por el único camino practicable que conduce a la ermita, se encuentre unas cadenas y un cartel -desconcertante, en mi opinión- que le prohíbe el paso, advirtiéndole de la presencia de una base militar. No obstante, si tiene la suerte de encontrarse con las cadenas quitadas, así como el valor suficiente de desafiar la prohibición y se adentra con el coche carretera arriba, disfrutará, no me cabe duda, de la visión de unas vistas panorámicas impresionantes. Sentirá cierto recelo, posiblemente, cuando pase por las mismas puertas de la base aunque, posiblemente y para alivio suyo, no vea a ningún centinela que le dé el alto, apuntándole con la boca del cañón de su metralleta, instándole a identificarse e invitándole -seguramente de no muy buenos modos- a dar marcha atrás y regresar por donde a venido.
Por supuesto, tendrá que dejar el coche unos doscientos metros más arriba de la base, porque a partir de allí, el camino es impracticable para otra clase de vehículo que no sea un 4 x 4. Pero verá que éste es un detalle insignificante, porque su objetivo apenas queda a una treintena de metros más arriba.
Para una persona acostumbrada a ver iglesias y ermitas de todo tipo, la extraña forma de la ermita del Santo Alto Rey, le dejará absolutamente perplejo. Más que en una ermita, propiamente dicha, su sola visión, unida al gris ceniciento del color de su piedra, le hará imaginarse que se encuentra frente a la entrada de un búnker. Tal vez, teniendo en cuenta la cercanía de las instalaciones militares, piense que se encuentra junto a la entrada de uno de esos refugios atómicos que tan de moda estuvieron en tiempos de la guerra fría, cuando Occidente veía de una forma mucho más cercana el peligro de una guerra nuclear.
Pero la lectura de un pequeño cartel le convencerá enseguida de que se encuentra en el sitio y lugar que pretendía visitar, aunque se dé con las puertas en las narices. En el fondo, su aventura no será un completo fracaso, pues la ermita no tiene puertas, aunque sí una verja que limita el acceso. A través de ella, podrá ver algunos detalles -no todos los que desearía, desde luego- no carentes de interés. Podrá ver, por ejemplo, el paso de algún que otro estúpido e irreverente personaje que ha dejado la huella de su visita en el interior de las abovedadas paredes, junto a una representación en la piedra de una especie de copa de la que fluyen tallos de flor o chorros de agua, según se mire, y que le harán pensar en una señal de carácter griálico dejada por los caballeros templarios que anduvieron por aquellos sacros y solitarios parajes hace tantos años, donde apenas poco o nada queda de la huella de su presencia en el lugar. Verá también, junto a la entrada, algunas marcas de cantería que se confunden con otras 'marcas de tontería' dejadas por el irrespetuoso de turno, que probablemente le producirán sensaciones de revulsivo desprecio.
Observará, mirando hacia la izquierda a través de la verja -siempre puede meter el brazo armado con la cámara a través de ella para conseguir llevarse a casa algunas instantáneas- un bonito altar que todavía conserva los cirios y algunas flores de la romería del domingo anterior, así como la inconfundible figura de un sugestivo crismón: el monograma de Cristo, formado por las letras griegas X (ji) y P (ro) superpuestas, escoltadas a ambos lados por las letras -griegas también- alfa y omega, principio y fin.
Tampoco se sentirá demasiado decepcionado, si pasea por la pasarela de hierro que cerca la parte derecha de la ermita, situada junto al desfiladero, y obtiene una impresionante visión de conjunto de buena parte de la llamada 'extremadura castellana', aprovechando la ocasión para llenar sus pulmones de un aire puro y refrescante, que a buen seguro conseguirá despertar su apetito y hacer que su encuentro con la naturaleza merezca la pena.
Y puede que hasta, cuando abandone el lugar, y mientras conduce procurando no perder detalle de la carretera, suponga que si quienes levantaron una ermita en un lugar tan desolador, aislado y hasta cierto punto, lóbrego pensaron que no lo hacían por azar, sino por un motivo de importancia determinante, sus buenas razones tendrían.
En mi opinión -aunque reconozco que desde cierto punto de vista soy un romántico de los enigmas templaristas- no importan los motivos que lleven allí a cada uno; no importa -al menos, no lo suficiente- no hallar un rastro más o menos claro de la presencia del Temple en el lugar, como así parecen tenerlo numerosos autores; no importa, si por allí situó alguna leyenda la presencia del controvertido Grial en tiempos; no, nada de eso importa. Importa saber -y mucho, creo- que hay algunos lugares que, por algún misterioso y aún desconocido fenómeno, parecen encontrarse -anímicamente hablando- más cerca que otros del cielo. La ermita del Alto Rey es uno de ellos; allí, solitaria y humilde, enclavada en lo más alto; ultrajada sin respeto alguno por elementos que incluso ni las personas quieren tener a su lado, por temor al cáncer y otras enfermedades; esperando siempre en silencio la llegada del próximo año, en que la romería de los pueblos de alrededor la haga ser reina y centro de atención por un día. Y sobre todo, pidiendo a gritos respeto.
Por favor, recordemos las humildes palabras del cartel: 'lugar sagrado, reza y cuídalo'. Ser ateo, no significa ser necesariamente salvaje.


miércoles, 12 de septiembre de 2007

Albendiego: iglesia de Santa Coloma





'Del siglo XII al XV, pobreza de medios, pero riqueza de expresión; a partir del XVI, belleza plástica, mediocridad de invención. Los maestros medievales supieron animar la piedra calcárea común; los artistas del Renacimiento dejaron el mármol inerte y frío.'
[Fulcanelli: 'El misterio de las catedrales']


Declarada monumento histórico-artístico nacional en 1965, la iglesia de Santa Coloma llama poderosamente la atención, no sólo por la belleza del lugar donde se asienta -en las cercanías de la Sierra de Pela, a orillas del río Bornoba o Bornova- como por la exhorbitante riqueza artística y geométrica de su ábside, que se presta a multitud de estudios e interpretaciones. Enclavada a escasos 300 metros del pinturesco pueblecito de Albendiego -el número de cuyos habitantes apenas sobrepasa la cincuentena- se accede a ella siguiendo la encantadora senda de un camino, que produce en el visitante sensaciones parecidas a aquellas otras cantadas en verso por Antonio Machado cuando paseaba por las riberas del Duero.
Si algo destaca del paseo -aparte de las crucetas, orientadas hacia lo más alto de la Sierra de Pela, donde se ubica otra no menos curiosa ermita, la de Santo Alto Rey; la frondosidad de los bosques subyacentes y los árboles que lo flanquean- es la extraordinaria sensación de paz que se respira; sensación, por otra parte, que en cierto modo seduce al visitante, haciéndole pensar -y no erróneamente, en mi opinión- que encamina sus pasos hacia un lugar carismático y especial.
En concordancia con esta sensación, uno no tarda en divisar la fachada de la iglesia, elevándose, imponente, sobre los muros tachonados de gris y jalonados, a trechos, por sencillas crucetas de piedra, del Cementerio Municipal.
Antes de continuar, creo que es importante reseñar que, en términos etimológicos -reconozco que aprovecho parte de la información remitida por un buen amigo de la tierra de Berlanga- que el vocablo 'albendiego', aparte de connotaciones de origen árabe, como no podía ser menos -vendría a significar algo así como 'el hijo de Diego'- guarda también parte de sus raíces en la antigua lengua celta, en base a la cual, podría traducirse como 'fuente alta, o blanca, de Diego'.
Resulta curioso, porque ambas lenguas parecen hacer referencia a un nombre propio -Diego- aunque, según me consta, hasta el momento, nadie ha hecho referencia alguna a la realidad y motivo histórico de dicho personaje, y considero que puede ser un dato muy interesante a la hora de situar la posible importancia del lugar, saber exactamente quién era éste, sin desvirtuar el hecho de que la mayoría de apellidos -González, García, Núñez, etc, por poner un ejemplo- venían a hacer referencia, también, al indicativo 'hijo de'. ¿Se trataba, pues, de algún personaje de la nobleza de la época?. ¿De algún noble, quizás?. ¿De alguien lo suficientemente importante, como para dejar su impronta en el recuerdo de los habitantes del lugar?.
A este respecto, y como dato curioso -aparte de la plausible presencia templaria en la zona- añadir que, según 'fuentes' consultadas en Internet, el topónimo 'diego' -aparte de ser un nombre masculino de origen griego- es también una derivación medieval de Sant Yago o Santiago. Y ya sabemos todos, la importancia que este nombre conlleva no sólo en lo que se refiere al ámbito de la Península Ibérica, sino al resto del mundo en general. Si a esto, también le añadimos la cercanía a otra curiosa y en cierto modo, enigmática ermita, situada en uno de los lugares más altos de la Sierra de Pela y que luce, al menos en una de sus paredes interiores un evidente signo griálico, podemos tener el principio de un argumento -posiblemente menos complejo, aunque no por ello menos interesante- digno de las secuelas 'brownianescas' que proliferan en las editoriales hoy en día, y hacen -¿Por qué no reconocerlo?- las delicias de los lectores. Sobre esto, que cada uno saque sus propias conclusiones.
Pero volviendo otra vez nuestra atención a la iglesia de Santa Coloma y su entorno, sorprende la sencillez del pórtico -a diferencia de la riqueza artística y extraordinaria belleza de otros pórticos, como el de la cercana iglesia de Santa María del Rey, en Atienza, muy cerca del castillo- descrito en algunas guías como de 'arco gótico rebajado', siendo el motivo decorativo de sus capiteles, elementos vegetales y geométricos.
Ahora bien, a medida que uno avanza en dirección al ábside, comienza a apreciar detalles de sofisticación, ante cuya visión no queda, en absoluto, decepcionado.
No resulta difícil dejar vagar la imaginación cuando se contempla, en una especie de ménsula cilíndrica adosada a la pared, una exalfa o estrella de seis puntas (dos triángulos superpuestos), más conocida, quizás por la gente, como el 'Sello de Salomón', cuyo significado, como no podía ser menos, va mucho más allá de la simple explicación oficial basada en el conferimiento de un carácter oriental de sus autores.
Simbológicamente hablando, ésta exalfa o estrella de seis puntas, representaría el macrocosmos: 'la relación entre el universo y el hombre considerado como medida de todas las cosas, que se basa en el simbolismo del hombre universal y en la correspondencia que este tiene con los signos del zodíaco, los planetas y los elementos' (1).
En términos alquímicos, contendría los cuatro elementos primordiales: fuego, agua, aire y tierra, señalados individualmente por las puntas de los triángulos. De tal manera, que el triángulo cdon la punta hacia arriba, representaría el fuego; el triángulo invertido, el agua; el triángulo del fuego truncado por la base del triángulo del agua, representaría el aire; y el triángulo del agua truncado por la base del triángulo del fuego, representaría la tierra.
Por otra parte, en el otro extremo de la ménsula, encontramos otro elemento no exento de una rica simbología también: una estrella de ocho puntas.


[En construcción]
(1): 'Diccionario de Alquimia, Cábala y Simbología', José Felipe Alonso Fernández-Checa, Ediciones Publicaciones, 1ª Edición, junio 1993.

lunes, 10 de septiembre de 2007

Atienza, Villa Medieval



'Las ciudades son un conjunto de muchas cosas: memorias, deseos, signos de un lenguaje; son lugares de trueque, como explican todos los libros de historia de la economía, pero estos trueques no lo son sólo de mercancías, son también trueques de palabras, de deseos, de recuerdos'.


[Italo Calvino: 'Las ciudades invisibles']



No le falta razón a Italo Calvino cuando describe de tal manera, lo que para él constituyen algunas de las cualidades de las ciudades. Es cierto que ninguna ciudad es ajena al deseo, al recuerdo y a merecer su sitio en las páginas de la Historia. En el caso de Atienza, el deseo, el recuerdo y la Historia se remontan en el tiempo, cuando siendo la ciudad arévaca de Tithya corrió el mismo destino que sus otras ciudades hermanas: Numancia y Termancia. Fue, pues, objeto del deseo de Roma. Y cuando el Imperio Romano se desmembró en pedazos, siglos después, ante el avance incontenible de otros pueblos llamados 'bárbaros', Atienza se convirtió en el deseo de los visigodos, hasta la conquista de la Península Ibérica por los árabes.
Los vestigios encontrados de ésta época, permiten suponer que la presencia de estos no fue muy activa en la zona, limitándose a mantener una pequeña guarnición militar instalada en el cerro del castillo. De hecho, se sabe que a principios del siglo X, durante una incursión por la zona musulmana, el rey Alfonso II tomó la villa sin que se le ofreciera resistencia. Se supone que, después de este hecho, los musulmanes consideraron más en serio la defensa de este territorio, librándose continuos combates a partir de entonces.
También aseveran las crónicas, que en uno de estos combates, Al-Hakam derrotó al conde Fernán González, siendo su hijo García Fernández el artífice de la toma de la ciudad varios años después. No obstante, la memoria recuerda que, a finales del siglo X, Atienza fue conquistada y arrasada por el más temible e implacable de los caudillos árabes: Almanzor.
Después de esto, Atienza volvió a pertenecer al Condado de Castilla, cuando Sulaymán, el nuevo califa de Córdoba -en agradecimiento a su apoyo para acceder al califato- entrega al conde Sancho Garcés algunas de las fortalezas que perdió su padre a manos de Almanzor, entre ellas la de Atienza, como hemos dicho, así como la de Gormaz.
Convertida en un lugar estratégico, dada su privilegiada situación, Atienza pasa definitivamente a formar parte del Reino de Castilla en el siglo XII, donde continuaría ejerciendo su función de vital importancia estratégica en el empuje de las tropas cristianas hacia la submeseta sur.
Por esta villa pasaría Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid Campeador, camino del destierro, como se tiene constancia -según reza el Cantar- cuando se refiere a ella como la 'peña muy fuerte'.
Con la repoblación llevada a cabo por el rey Alfonso VII en forma de fueros y territorios, comenzó el crecimiento demográfico de un extenso territorio, prácticamente despoblado hasta entonces, pues no en vano durante mucho tiempo se la denominó la 'extremadura castellana'. Aunque no se conserva en la actualidad, se sabe -porque así consta en otros Fueros- que en el año 1149, se suscribió el llamado Fuero de Atienza, por lo que se puede decir, que la villa gozó temprano de cierta forma autonómica de gobierno.
También se tiene constancia, de que milicias de Atienza participaron en la toma de Cuenca -1177-, participando, también, junto a las milicias de Sepúlveda y las tropas navarras, en la batalla de las Navas de Tolosa, donde, al parecer -no sólo fueron los templarios-, combatieron con arrojo.
Hasta el siglo XV, Atienza gozó de una gran prosperidad. Además del castillo, las murallas y las torres defensivas, llegó a contar con la insólita cantidad de doce iglesias, de las cuales sobreviven en la actualidad, las siguientes: Santa María del Rey, Santa María del Val, San Gil, Santa Trinidad, San Bartolomé y San Juan Evangelista, algunas de ellas reconvertidas en Museos que merecen la pena visitarse.
Durante la Edad Moderna, Atienza perdió importancia, dejando de ser ciudad estratégica y fronteriza. No obstante, en el siglo XIX se vió seriamente afectada por la Guerra de la Independencia. Siendo cuartel general de El Empecinado, los franceses se ensañaron con ella en varias ocasiones, desvalijando casas e iglesias, e incendiando gran parte de la villa.
Para más reseñas históricas, añadir que aún se mantiene en pie, en la Plaza de España, la casa en la que nació el comunero Juan Bravo, quien fuera Capitán General de Segovia.
Desde 1833, forma parte de la provincia de Guadalajara, habiendo formado parte en anteriores divisiones, de la provincia de Soria. Hasta aquí, un poco de su añeja e interesante historia.
Pero de poco o nada serviría todo lo dicho anteriormente, si el que esto suscribe no hubiera tenido ocasión de patear sus calles; de rozar con las yemas de los dedos los restos de sus centenarias murallas; de bajar -una vez visitada la pintoresca Plaza del Trigo o del Mercado y la iglesia renacentista de San Juan Bautista- por el Arco de San Juan y echar un vistazo a las tiendas de souvenirs que, como las alas de un avión, se extienden a derecha e izquierda y donde siempre se tiene la oportunidad de adquirir algún producto típico de la tierra.
De calles estrechas, que se prolongan hacia arriba como siguiendo el 'norte magnético' ejercido por los numerosos restos -aún apreciables- de su muralla medieval, Atienza recibe al visitante con un inconfundible regusto a pasado; con ese típico deje de nostalgia, que tiende a sugerir al poeta que cualquier tiempo pasado fue mejor. Y para los amantes de la buena mesa, una vez cansinos de recorrer una ciudad donde suele pasar que se sienta haberse perdido algo en la visita, mi recomendación es la de reponer fuerzas con una exquisita sopa castellana y un entrecot, que a buen seguro contribuirán a hacer de la visita algo digno de recordar.