sábado, 20 de octubre de 2007

Somolinos



'Yo no esperaba menos de mis ricos desiertos
que un tal engendramiento de furor y ansiedad:
su fondo apasionado brilla de sequedad,
y hasta donde en mis ojos la sed de ver avanza
de infiernos pensativos ve el fin sin esperanza...'


[Paul Valéry: 'El cementerio marino']

***
Cuando Julio César, al frente de sus curtidas legiones, cruzó el río Rubicón, aseguran los historiadores que sus palabras fueron: 'alea jacta est'. Ahora bien, resulta curiosa la manera en que estos mismos historiadores no terminan de ponerse de acuerdo en relación a su auténtico significado; lo que para unos la mencionada frase significa, literalmente, 'la suerte está echada' -y tanto, porque esa acción significó el comienzo de una cruenta guerra civil, en la que Cneo Pompeyo perdió la cabeza en Egipto y la Humanidad la insustituible Biblioteca de Alejandría-, para otros, esa supuesta literalidad no sería otra que aquella que la traduce como 'que rueden los dados'. Para los cristianos, el sentido de dicha frase equivaldría a 'que sea lo que Dios quiera', mientras que los musulmanes lo definirían como 'hágase la voluntad de Alá'. Disparidad de expresiones u opiniones, para definir, en el fondo, un concepto único e indivisible. Curiosamente, esa singular disparidad se asemeja, subjetivamente hablando, a las sensaciones personales que suelo experimentar, cada vez que la aventura me obliga a pasar por Somolinos.
Lo he hecho últimamente para dirigirme a Campisábalos y Villacadima. Y por el interés del románico que se puede degustar en estos dos pueblos -el último prácticamente en ruinas, motivo por el que bajo mi punto de vista, el tiempo no tardará en convertirlo en un auténtico pueblo fantasma, semejante a esos que se muestran en muchas películas del western norteamericano-, sé que volveré a hacerlo en varias ocasiones más en el futuro.
Tengo, como decía, disparidad de sensaciones, que siempre -no sabría explicar por qué- me recuerdan esta curiosa anécdota histórica. Tampoco sabría explicar por qué, cada vez que paso por Somolinos, con el pie apenas pisando el pedal del acelerador para no traspasar el límite de velocidad, siento que atravieso un pueblo pequeño, cuyo corazón está partido en dos por una carretera que lo atraviesa -valga la redundancia- como si fuera la famosa flecha de Cupido. Veo, también, una parada de autobús -siempre vacía y solitaria, a pesar de su buen aspecto- y no puedo evitar preguntarme cómo será la vida de esos viajeros que, seguramente, tienen que buscarse a diario el pan que llevarse a la boca en poblaciones más grandes y alejadas, que dispongan de una industria de la que allí carecen.
También veo una ermita, pequeña y solitaria, tosca y cuadrada como un hórreo asturiano a la salida del pueblo -o a la entrada, según sea la dirección de donde se venga- de fachada descolorida y los cables del tendido eléctrico rozando peligrosamente las tejas maltratadas de su tejado. Así mismo veo, en la parte baja del pueblo, aunque parcialmente oculta detrás de algunos árboles de frondosas ramas, otra iglesia cuya importancia -quizás- radica en el volumen de su estructura y a la que todavía la curiosidad no me ha empujado a visitar, aunque no dudo de que lo hará posiblemente en un futuro no demasiado lejano.
Algunas veces, he observado a mi paso, gentes sencillas que me miran curiosas, seguramente preguntándose qué motivos pueden llevar a un madrileño a pasar por allí.
Pero lo que más me llama la atención, es esa aguamarina de color azul, forma de ópalo y aguas tranquilas, que saliendo del pueblo y a mano izquierda, reflejan como un espejo parte de la agreste configuración de la Sierra de Pela. Parcialmente rodeada por un pequeño bosquecillo de árboles, donde alternan como buenos amigos aquellos de hoja perecedera con esos otros más afortunados e impasibles de hoja peremne, constituyen los primeros un augurio natural, cuyas hojas amarillentas previenen oportunamente el cambio de estación y, por tanto, en este caso, la proximidad del otoño.
Como en muchos lugares cercanos a un lago o una laguna, la homónima de Somolinos tiene estrechos senderos flanqueados de vegetación que, unidos a la prolongación que en algunos tramos suponen las ramas de los árboles, constituyen escenarios chinescos; paisajes fantasmagóricos en los que apenas consigue penetrar la luz del sol, y cuya sombra, en verano, es una garantía de frescor, sosiego y bienestar para el sudoroso excursionista.
Siendo, además, una reserva natural protegida, la fauna de la Laguna de Somolinos sobrevive con una apacible e idílica tranquilidad, sólo rota en ocasiones por el ruido de los vehículos que se desplazan por la cercana carretera.
Somolinos, pues, no deja de ser, en el fondo, un pueblo de paso que, aunque ningún poeta ha situado en las cercanías de su laguna la leyenda de un soñador persiguiendo un rayo de luna, descansa bajo las faldas de una sierra -la de Pela- cuya fama de misterio es garantía suficiente para que nunca falten visitantes que, aunque sólo sea de paso, se detengan un momento para escribir un par de notas y sacar una oportuna reseña.