martes, 24 de julio de 2012

Ruteando por el Señorío de Molina


Hay ocasiones en las que seguir una ruta determinada, aunque corta en apariencia, no deja de ser, sin embargo, sumamente instructiva y desde luego interesante. Realizar una exploración más o menos profunda, de un territorio tan extenso como es aquél que comprende el Señorío de Molina de Aragón, requeriría, cuando menos, un tiempo prudencialmente largo; sobre todo, si entre las intenciones se pretende llegar a trillar esa soberana y accidentada zona, que se ha dado en denominar como del Alto Tajo y que, aparte de su esplendorosa belleza, comprende lugares tan interesantes y mistéricos como el barranco y el santuario de la Virgen de la Hoz, que se localiza en las proximidades del pueblo de Ventosa; el santuario de la Virgen de Montesinos, a las afueras de Cobeta; la zona allende a uno de los más antiguos y a la vez fascinantes monasterios de Guadalajara, como es el de Buenafuente del Sistal, o acceder a esas formidables cascadas y depresiones naturales que conforman el entorno de Peralejo de las Truchas. La ruta que propongo aquí, y que realicé el pasado sábado -sobre todo, por retomar esa fascinación que siempre he sentido por salir a los caminos y empaparme no sólo de la belleza de los lugares, sino también de sus múltiples e innumerables misterios- aunque más corta y menos accidentada, en cuanto al terreno a recorrer se refiere, recoge, no obstante, lugares y detalles, no exentos de misterio e interés.
Un buen ejemplo de ello, y pretendiendo guardar el orden original de la ruta, se encontraría en Anchuelo del Campo, dejando atrás una iglesia que ha perdido -al menos exteriormente- toda referencia románica, si alguna vez la tuvo, y siguiendo la carretera hacia Labros y Milmarcos. A pie mismo de carretera, en esa calle de la Iglesia, una vieja casona de blancas paredes, luce con orgullo un escudo ancestral. Un escudo, entre cuyos elementos, encontramos dos interesantes referencias a la cultura celta, como son las hoces -recordemos que los druidas se valían de hoces de oro para recolectar el muérdago sagrado- y los calderos, que podrían hacer referencia, entre otras, a ese mítico Grial céltico, denominado Caldero de Dagda, al que la tradición no sólo reconoce curaciones milagrosas, sino también la facultad de devolver la vida, y que hallamos representados en piedra en lugares tan distantes como el Valle de Losa -con su mistérica iglesia de San Pantaleón-, o en la parroquial, burgalesa también y bastante reformada, por cierto, de Bahabón de Esgueva. También habrá, lógicamente, quien desestime estas consideraciones como tonterías esotéricas y vea en ellos una reseña más cercana a las características y afinidades del lugar. Evidentemente, todas las opiniones son respetables.
Siguiendo, aproximadamente diez kilómetros más esa carretera CM 2017, que corcovea entre valles y montes, encontraremos un desvío a la izquierda, que señala el siguiente punto de destino: Labros. Aunque en el cartel indicativo, a pie de carretera, tal vez sorprenda encontrarse con un nombre, Sisamón, que recuerda mucho, por su fonética, a aquél otro Sasamón burgalés, en cuyo término se localizan los restos de la portada de una iglesia -la de San Miguel- sobre cuyo posible templarismo hay por ahí alguna que otra sospecha y referencia, buscaremos los pocos restos románicos de una parroquial que se sitúa en lo más alto de un pinturesco lugar, cuyas casas se apiñan bajo ella, siguiendo la trayectoria cónica de ese monte bajo el que se cobijan.


De su época románica, sobrevive tan sólo la portada, en cuyos capiteles se aprecian entrelazados -o nudos eternos, según se mire y simbólicamente hablando- que comparten protagonismo con arpías y un singular caballero que, aún a falta de elementos clave como doncella, monstruo al que pisotear o halcón, bien pudiera representar un caballero del Apocalipsis o Cygnatus, antagonista o anunciador de un cambio de religión: el fin del mundo antiguo y el comienzo de un mundo nuevo, marcado por el signo de la cruz.
No muy lejos de Labros, y retornando otra vez a esa carretera CM2017 en dirección a Milmarcos, el viajero no ha de sorprenderse si en su ruta tropieza con un auténtico Lugar de Poder; o, como a este viajero en particular le parece más apropiado denominar, con un Lugar del Espíritu: la ermita del siglo XII de Santa Catalina, en Hinojosa. Su sencillez, la sombra generosa de su galería porticada, los pequeños detalles y algunos interesantes canecillos en su ábside, dejan de tener importancia e incluso sentido, frente a la enorme paz que se respira allí. Una paz, apenas alterada por el paso ocasional de algún vehículo y respetada, cual berciano Valle del Silencio, comparativamente hablando, por animales y aves.
De vuelta por donde hemos venido, y en dirección a Molina de Aragón, Tartanedo aún puede sorprendernos con algunos detalles de cierto interés. Entre ellos, no cabe duda, la presencia de esos hombres verdes o salvajes, que sostienen un antiguo escudo nobiliario, no muy lejos de una iglesia, la de San Bartolomé, que aunque notablemente modificada, aún conserva algún rastro románico en su portada y canecillos -incluida la graciosa figura de un monje en oración- y ese interesante detalle, que comienza a ser frecuente en las iglesias molinesas que apuntan hacia Teruel, de su cupulilla o cimborrio de forma hexagonal, que remeda, de alguna manera, -y soy mal pensado- ese tipo de construcción basada en la Cúpula de la Roca de Jerusalén.
Hacia Teruel, precisamente hemos de encaminar nuestros pasos, y dejar atrás Molina de Aragón y los impresionantes lienzos de su fortaleza medieval para, después de recorrer unos diez kilómetros -kilómetro más, kilómetro menos- acercarnos hasta el pueblecito de Castellar de la Muela. Allí, entre campos de labor, visitar esa pequeña joya del románico rural -en la que según algunos autores, se sitúa cierta tradición templaria, no obstante considerada como una fábula por un auténtico especialista en Gudalajara y su provincia, como es Antonio Herrera Casado- de Nª Sª de la Carrasca.
En definitiva, pequeñas rutas, pequeñas maravillas.