jueves, 23 de agosto de 2012

Hinojosa: el apacible encanto de la ermita de Santa Catalina


'La ermita de Santa Catalina en Hinojosa es, sin duda, uno de los edificios más sorprendentes de todo el románico provincial de Guadalajara, y dejará en el visitante una evocación permanente de luz, de paz y de silencio...' (1)

Este edificio sorprendente, como dice Antonio Herrera Casado, se localiza en las proximidades de Labros e Hinojosa, a unos tres ó cuatro kilómetros, aproximadamente, de ambas poblaciones, siguiendo la carretera que conduce a Milmarcos. Si bien en la actualidad forma parte del municipio de Hinojosa, la ermita de Santa Catalina sobrevive milagrosamente, evocando desde su absoluta soledad, aquéllos felices tiempos en que constituía la parroquia de un pueblo hoy día desaparecido, pero del que se tiene constancia desde la Edad Media: Torralbilla. De hecho, aún se aprecian algunos restos de casas en las inmediaciones, que pueden servir para atestiguarlo o, en su defecto, para evidenciar la presencia de algún santero en tiempos.
Si bien se aprecia desde la carretera, medio escondida y aislada en ese sabinar sobre la que asienta unos cimientos que se remontan al siglo XII, existe un caminillo rural, en perfectas condiciones, que conduce hasta el pie mismo de la iglesia. Aún reformada, el visitante no tarda en maravillarse ante la sencilla pero a la vez perfecta belleza de este templo que, a juzgar por el increíble silencio y la sorprendente paz que desborda -hecho constatado y en absoluto roto por el ocasional paso de algún vehículo por la cercana carretera- no sería descabellado sacar la oportuna conclusión de que se haya enclavada en un auténtico lugar del espíritu -insisto en mi apreción, en detrimento del tan traído y llevado término de poder- entre cuyas experiencias más sobresalientes, cabría destacar el genuino sosiego que se experimenta caminando por su galería porticada. Está formada ésta, por seis arcos, sostenidos por columnas cuyos capiteles muestran motivos foliáceos. Tal sobriedad en la ornamentación, que volvemos a encontrarnos en los motivos de los capiteles del pórtico de acceso al templo, cuadra con la austeridad característica de las construcciones cistercienses -que tanto agradaban a San Bernardo de Claraval, aquélla mente iluminada que afirmaba que no tenía más maestros que las encinas y las hayas- que, como se sabe, no son ajenas a la provincia, sirviendo como ejemplo, el templo de San Salvador de Carabias. Llama la atención, la presencia de un león, de genuinas connotaciones visigodas, que campea en el muro sur, junto a una custodia, aunque ambos, león y custodia, ofrecen todo el aspecto de ser copias modernas, quizás basadas en modelos antiguos pertenecientes al propio templo, y quizás se hallen, si no en su interior, en algún museo. Se observan, también, aparte de numerosas marcas de cantería -generalmente flechas, a excepción de una pata de oca que se localiza en el ábside- algunos detalles curiosos, como un pequeño hueco en la pared, junto al arco de acceso del lado oeste, en cuyo interior se localiza una figurilla femenina que posiblemente representa a la santa. Junto a la pequeña hornacina, otro objeto labrado, pero tan desgastado que resulta poco menos que imposible de identificar.
Ahora bien, si la decoración en ésta parte del templo resulta austera, ésta varía en cuanto a algunos de los interesantes elementos que se localizan en los canecillos del ábside. Entres éstos, destacan, principalmente, los siguientes: un dragón, una serpiente enroscada que forma con su cuerpo una espiral, un rostro venerable,  una pareja en actitud erótica, aunque bastante deteriorada, un hombre con las piernas abiertas mostrando unos genitales que han sido censurados, los característicos rollos y algún instrumento musical.
Dada la imposibilidad durante mi visita de entrar al templo, me resta añadir, como colofón, la presencia en su interior -según Antonio Herrera Casado y su citada obra- de motivos zoomórficos en los capiteles absidiales y un nombre -PETRUS- grabado en una de las columnas que, previsiblemente, podría aludir al nombre del cantero.
De cualquier manera, se pueda o no entrar en el interior, una visita a este templo de Santa Catalina, es seguro que no dejará a nadie indiferente. La belleza del templo -en mi opinión, uno de los más bellos del románico de Guadalajara- y la increíble paz que se respira en él, invitan a procuarle un capricho al espíritu y recargar unas pilas quizás demasiado cansadas del mundano desquicie de cada día.


(1) Antonio Herrera Casado: 'El románico de Guadalajara', Aache Ediciones de Guadalajara, S.L., 2ª edición, 2003, página 188.

2 comentarios:

canela988 dijo...

Hola, que razón tienes en esta fenomenal descripción de este lugar escondido en medio del campo. Santa Catalina es ¡Preciosa! Pero su enclave favorece al recogimiento dando pie a saborear la espiritualidad del momento en que la descubres triste y sólo acompañada de trinos y ese olor que lo impregna todo que tanto me gusta.
Felicidades por tan estupenda entrada. Hacía tiempo que no pasaba por el blog y como siempre mi visita, sumamente agradable...
Un saludo desde Barcelona.

juancar347 dijo...

Hola, Canela. ¿Qué más se puede añadir de una ermita como Santa Catalina y su enclave?. Quizás, ponerse un día en camino y vivirlos. Eso fue lo que hice yo, y desde luego, fui el primer sorprendido. Trabajo me costó marcharme de allí y no haberme quedado todo el día, de tan plácidamente como estaba. Qué duda cabe de que se trata de un lugar sumamente especial. El silencio, la paz que allí se respiran son casi únicos. Y sin embargo, hay tantos interrogantes...En fin, como se suele decir, una imagen vale más que mil palabras. Saludos cordiales